Antitrumpismo hemipléjico

En el mundo en que vivimos, en medio de una polarización creciente, la gente elige simplificar causas y agravios; justificando en patio ajeno lo que veta en el propio. Y es que la polarización es un fenómeno psicológico político, que empuja a pensar irreflexivamente de modo binario: adoras A, aborreces B.  En la comunidad cubanoamericana ese fenómeno toma hoy nítido cuerpo alrededor de la figura de Donald Trump. Y justo cómo hace algún tiempo abordé ciertas manifestaciones de trumpofilia, que remiten al sustrato profundo de la cultura política insular[i], a continuación exploro la otra cara de la baraja.

Un segmento de la opinión pública cubana -ajeno al mainstream sociopolítico de Miami- proyecta hacia Trump una trumpofobia de curiosa factura. No se trata del rechazo que el candidato populista provoca con sus desplantes racistas, misóginos y autoritarios. Tampoco del reconocimiento que sus repetidas amenazas a las libertades de manifestación, información y rendición de cuenta generan amenazas para la veterana democracia estadounidense. Ambas perspectivas críticas las compartimos muchos.

Lo que encuentro en ese segmento hemipléjico del antitrumpismo es el tipo de reacción registrada por Albert Camus en la Francia de la posguerra, cuando señaló “en este país hemos detestado tanto a nuestros adversarios politicos locales que hemos acabado por preferir a cualquier otro, incluso a dictadores extranjeros”. [ii] Siendo cubanos de origen, parece que a algunos les molesta más -o acaso únicamente- el populismo autoritario de Trump Inc que el autoritarismo sin pueblo de GAESA.

Tal sesgo sería entendible, si no mantuviesen con la isla afectos personales, nexos profesionales y mercantiles o posicionamientos públicos. Pero a semejanza de la trumpofilia furibunda de cierto exilio -para quienes cualquier exabrupto de su caudillo debe ser perdonado o celebrado- la trumpofobia hemipléjica practica una selectividad nociva. Paralizando el hemisferio cívico cerebral a cargo de las causas de su Cuba materna.

Al castrismo inverso del trumpismo militante, el antitrumpismo hemipléjico responde con un castrismo de closet. Si Trump manda a reprimir en Portland se rasgan las vestiduras, si lo hace Díaz Canel en Santiago enmudecen. Se escandalizan con el apoyo a Trump de una parte de la oposición cubana -sobre todo de esa que sobrevive en la isla- pero jamás intentan ponerse en su piel, ayudando su causa o difundiendo su mensaje. En vez de intentar comprender y transformar el sustrato parroquial de las actitudes de apoyo insular a la relección trumpista, las descalifican en bloque. Poniéndolas en el mismo lugar de la calculada propaganda electorera de Marco Rubio.

La oposición a cualquier régimen autoritario -sea Egipto, China, Arabia Saudita o Cuba- necesita aliados en su desigual y solitaria lucha. Y si aquellos que debían ser sus pares naturales -activistas pro derechos humanos, academia liberal, políticos progresistas- no dicen o hacen nada, es absolutamente comprensible que haya activistas que se aferren a quién le ofrece solidaridad, real o aparente. Es, en buena medida, lo que sucede en el seno de la oposición cubana con el abrazo de Trump. Pasa en todo el mundo, ayer y hoy. Se trata del efecto de una realpolitik de los extremos.

Por suerte, la gente con que más me identifico en la isla -activistas, intelectuales, gente común- no hace de la trumpofobia o la trumpofilia coordenadas centrales de sus posicionamientos: su vida y lucha son, simplemente, otras. En su mayoría, no tienen en Trump un arquetipo a seguir o un demonio a exorcisar. Su objetivo es un país con todos los derechos para todas las personas, sin distingo de raza, credo, género o ideología.

A ellos, más que trasladarles mis aversiones y angustias, trato de explicarles que aquel señor no es un demócrata. Si acaso, un aliado muy circunstancial, caótico y oportunista, de ciertas causas. Ante el cual, por pragmatismo y coherencia, los activistas deberían manejarse con cautela. De un modo similar a la líder taiwanesa Tsai Ing-wen, quien promueve una agenda progresista -política social, reconocimiento LGBTTI, innovación tecnológica- aceptando la ayuda de EUA sin afiliarse al trumpismo.

En un ensayo reciente,[iii] escrito en clave de teoría política aplicada, expresé “El populismo como mal síntoma de la democracia y el despotismo como pilar de la tiranía amenazan hoy, de forma diferenciada -por las formas y alcances de su daño, así como por las posibilidades de resistencia- el orden republicano y la sociedad abierta”. Señalé quedebemos diferenciar adversarios coyunturales y enemigos estratégicos” para “defender -mejorando- la democracia, rechazar -neutralizando- al populismo y enfrentar -derrocando- la tiranía: este debería ser el mantra y la ruta general de los demócratas de todo el orbe. El orden de preeminencia de las variables, dentro de la ecuación, se adaptará a las circunstancias concretas, derivará de la complejidad de unos desafíos muchas veces simultáneos”. Para aterrizar lo anterior, puse algunos ejemplos “Para un disidente chino o ruso, la confrontación con sus autócratas nativos es la prioridad, incluso por razones de mera sobrevivencia. Los opositores de Kaczyński y Bolsonaro, por su parte, usarán las instituciones y derechos remanentes dentro de las democracias polaca y brasileña para rechazar las pretensiones de sus caudillos populistas”.

 Lo anterior me ayuda a explicar algo sin lo cual asomaría la tentación a la falaz referencia simétrica. Las clásicas distinciones de Aristóteles, basadas en el número -uno, pocos, muchos- y modo -virtuoso, corrupto- en que somos gobernados, cobran aquí toda su distinción. Permiten contrastar no sólo a la democracia con sus opuestos, sino también a las formas varias -oligarquía, demagogia, tiranía- que adoptan estos últimos. Las diferencias estructurales -de régimen- entre democracia y dictadura resaltan en ambos lados del estrecho de la Florida donde habita la nación cubana. En EUA, el populismo trumpista es contenido dentro del sistema; el caudillo y la camarilla son confrontados por instituciones y movilizaciones. En Cuba, donde Estado y Sociedad se subordinan jerárquicamente a un único partido y sus jefes, tal posibilidad no existe.

Las distinciones de grado y marco para el ejercicio democrático de la política impactan la condición trasnacional cubana. El castrismo inverso apoyará al caudillo americano para adversar al tirano caribeño. El antitrumpismo hemipléjico cuestionará al primero mientras calla ante el segundo. Pero la única opción tout court democrática es la que concibe una crítica, simultánea y cualitivamente diferenciada, de ambos peligros. Acompañandola de las formas de solidaridad y activismo que una democracia asediada y un autoritarismo resiliente, respectivamente, cobijan o destierran.

Las posturas político intelectuales tienden, en este debate, a oscilar entre Camus -privilegiar siempre la justicia, en cualquier circunstancia- y Aron, eligiendo entre lo preferible y lo detestable. Lo deseable sería que tod@s podamos combinar dosis situadas de idealismo -guiadas por valores- y realismo -orientadas a resultados- en nuestras posturas cívicas. Alguien tan admirado como Nelson Mandela lo hizo en su alianza con Fidel Castro: usó y agradeció su ayuda para el objetivo de acabar con el Apartheid racial, sin reproducir su régimen leninista -otra forma de Apartheid político- una vez victorioso. Así lo hizo, trayendo la reconciliación y la democracia a Sudáfrica. Y pasó a la eternidad.

[i] https://havanatimesenespanol.org/diarios/armando-chaguaceda/el-trumpismo-forma-poscomunista-del-castrismo/

[ii] Tony Judt, El peso de la responsabilidad. Blum, Camus, Aron y el siglo XX francés, Taurus, México, 2014.

[iii] http://rialta-ed.com/tocqueville-en-wuhan/

 

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