Cuba necesita una nueva Constitución

Guena Rod, editor de «23yFlagler», conversa con Roberto Veiga, director del Centro de Estudios «Cuba Próxima». Juntos exploran temas críticos y sensibles que abarcan desde la situación política dentro de Cuba y sus relaciones exteriores, principalmente con los EEUU, hasta la economía, los valores y aspiraciones que guían la búsqueda de un futuro mejor para Cuba. Abordando cuestiones como la represión política, el interés en la inversión de la diáspora en la economía de la isla, y las tendencias sociopolíticas actuales tanto dentro de Cuba como en su diáspora

 

El Gobierno de Cuba ahora pretende que emigrados cubanos inviertan en la economía de la Isla. ¿Por qué lo hace? ¿Lo conseguirá?

Quizá el Gobierno cubano está pretendiendo ahora que inviertan en la Isla los cubanos emigrados, por mera necesidad. 

La crisis cubana es integral; incluso, ya posee carácter humanitario. Además, el Estado adolece de las capacidades para revertirla; sobre todo carece de capacidades finanzas, tecnologías, de mercados y de confianza del entramado —global— financiero, empresarial y comercial. También colapsó definitivamente aquella pretensión de empresa estatal socialista como sujeto principal —más bien exclusivo y excluyente— de una economía conducida desde una planificación aberrante, por ideológica, voluntarista, vertical. 

Pero será difícil conseguir la implicación suficiente de empresarios cubanos de la emigración, al menos por tres razones. Porque para cuidar sus inversiones necesitarían de una política económica interna abierta hacia adentro de Cuba y hacia el mundo. Porque necesitarían de normas, instituciones y praxis en la Isla que aseguren el desarrollo de esa política económica y, a su vez, el éxito de sus empresas. Porque, igualmente, necesitarían participar en las dinámicas políticas de la Isla para garantizar que todo esto ocurra positivamente y así disminuir el riesgo de que estén malgastando sus dineros. 

A estas alturas, ya será imposible, inclusive, un proceso de cambios económicos que inicie y avance parcialmente reformas económicas encaminadas al establecimiento gradual de un modelo económico efectivo y eficiente, desde una lógica aperturista convencida. El deterioro es de tamaña magnitud que, se cambia todo de una vez –asumiendo el coste que sea–, o no podrá ocurrir nada beneficioso que ofrezca perspectivas reales –pagando el precio de esta desidia. 

Es posible considerar que el Gobierno cubano se resistirá a implementar un cambio de modelo sociopolítico, en la esperanza de que con pequeñas y parciales reformas conseguirá las condiciones necesarias para revertir la actual crisis, sin siquiera ceder un ápice de libertad política. ¿Qué opina?   

El Gobierno cubano desea resolver esta crisis sin el más mínimo menoscabo de su poder único, vertical, incontrastable, absoluto e infinito. Es decir, quiere optar, si acaso, por escasísimos cambios y sólo allí donde imagine que no representa algún «capital político» ciudadano. Mas, a estas alturas, resulta inservible esta fórmula.  

Parece improbable que el actual poder de Cuba se derrumbe, pero asimismo es improbable que consiga salir de la crisis y lograr estabilidad y bienestar sin una transformación radical del Estado. 

Ese poder debió comprender esto desde hace mucho tiempo, ante de llegar a esta crisis dolorosa, pero no ha sucedido. Uno de los defectos más nocivos del «sistema» es la obsesión por mantener la «realidad total» del modo en que la percibieron en «el instante x». Por sus propios intereses debió asumir que, en determinado momento, una sola persona no tendría toda la autoridad, ni una sola persona ocuparía todo el espacio institucional del poder. Era necesaria una transferencia de autoridad y legitimidad a las instituciones, a los cargos responsables de estas, a una dinámica social democrática. 

Pero aún no lo ha comprendido y las señales indican que tal vez nunca lo haga, arrastrando consigo a toda la nación. 

¿Hay alguna probabiliad de que el actual poder de Cuba se derrumbe?

Es improbable, mas no imposible —como es lógico. Digo improbable porque todavía el poder es más fuerte que las sociedades civil y política —autónomas y opuestas al Gobierno—.

Por una parte, es horrenda la incapacidad política y ejecutiva del Gobierno y la ineficacia de las instituciones públicas. Pero —aunque parezca paradójico— el poder aún posee unos mecanismos de control como pocos países del tercer mundo y acaso también por encima de algunos países del primer mundo. 

Por otra parte, las sociedades civil y política se han ampliado y diversificado, pero carecen de la capacidad necesaria para operar la política, no poseen propuestas estimadas por los más variados y amplios sectores nacionales, adolecen de organización efectiva, y —obviamente— carecen de un «peso político» capaz de contratar ciertamente al poder de la Isla —pues tener ese «peso» implicaría poseer capacidad para aportar o atraer recursos económicos, políticos y de fuerza. También adolecen del respaldo internacional adecuado; o sea, aquel recibido sólo cuando se forma parte del quehacer de las sociedades civil y política del orbe, no sólo simbólicamente, sino —sobre todo— como sujeto activo de sus luchas propias y comunes. 

Faltaría todo esto para a ser una contraparte pujante. Sin embargo, las sociedades civil y política poseen al menos dos ventajas. Primera, la sociedad cubana diversa resulta imprescindibles para salir de la crisis, establecer el desarrollo y asegurar la estabilidad. Segunda, hasta hace poco tiempo la mayoría social necesitaba cambiar el «modelo sociopolítico» y estaba dispuesta a ello, pero el poder ni lo necesitaba ni estaba dispuesto; pero actualmente también el poder lo necesita —incluso para sobrevivir—, si bien no parece dispuesto. 

En los últimos años se ha incrementado la represión en Cuba y algunos, desde posiciones próximas al actual Gobierno de la Isla, sostienen que los órganos de represión deben atenuar su participación en la esfera pública como táctica para distender. ¿Qué opina? 

El «diseño sociopolítico» establecido en Cuba exige el «criterio único», además, proveniente en exclusivo de la cúpula política. Es decir, no acepta la mínima autonomía política de la sociedad. Incluso, ni siquiera admite dinámicas ciudadanas a favor del poder cuando estas sean autónomas. 

De este modo, el «sistema» no posee vocación ni instrumentos para gestionar la libertad política, que es plural o no es libre. Como consecuencia, sólo le queda reprimir toda opinión o manifestación no dictada por el poder, cuanto más si es opuesta. Ello, como es lógico, se exacerba en la medida que aumenta la pobreza y la desidia, y la frustración y la desesperanza, así como la deslegitimación del «modelo sociopolítico» y de quienes gobiernan. 

En tal sentido, si quienes usufructúan el «sistema» decidieran suspender la represión, tendrían que optar por la libertad y el pluralismo. Llegado a esta encrucijada histórica, al parecer no hay opción: democracia o represión. 

Algunos defienden que tal vez sería posible una ciudadanía activa y un incremento del bienestar dentro del «modelo político» actual, pues la Constitución de 2019 presenta un loable catálogo de derechos.

Ciertamente, la Constitución de 2019 presenta enunciaciones y términos loables, pero en ningún caso determinan absolutamente nada. Están ahí, en el texto, pero junto a otras exposiciones —sí determinantes— que aseguran, con extrema rigidez, que tales «derechos» podrían serlos únicamente en la medida que sea factible a la gestión del Gobierno y sin el más mínimo menoscabo de ese poder «único, vertical, incontrastable, absoluto e infinito».   

La Constitución de 2019 sólo procuró —de manera inútil— ajustes institucionales para que los «herederos políticos» de la «generación histórica» pudieran intentar un ejercicio del poder análogo a esta. Cuba necesita otra Constitución, además establecida con la participación de todos los sectores socioeconómicos y de las distintas posiciones políticas y corrientes de pensamiento, incluida la diáspora, por medio de dinámicas libres, plurales y democráticas, de genuino diálogo y concertación.

Es decir, necesitamos transitar hacia una convención constituyente, capaz de formular un nuevo pacto social —auténtico. Pero ello deberá sostenerse en un proceso amplio e intenso, imposible si no está precedido por la institucionalización de la ciudadanía, o sea, de organizaciones autónomas de la sociedad civil, de fuerzas políticas organizadas y de medios de prensa libres, etcétera. Esto, a su vez, requeriría de un ajuste legal previo, con rango constitución, capaz de asegurar la imprescindible democracia política ciudadana. De lo contrario, no podría ocurrir un empoderamiento social capacitado para recuperar el país y constituir un Estado suyo.

 

Algunos proponen que la Constitución de 1940 sea ese marco constitucional previo capaz de asegurar esa imprescindible democracia política.

Es incuestionable el valor de la Constitución de 1940. Fue muy representativa de las distintas posiciones políticas, corrientes de pensamiento y tendencias socioeconómicas. Ese fue su gran mérito, el mejor ejemplo de un diálogo nacional, representativo y genuinamente plural. Logró, además, una distinguida elaboración técnica, con gran capacidad para asumir los restos de aquella época, o sea, no sólo como esbozo de horizontes éticamente deseables. 

Quizá la Constitución de 1940 pudiera resultar ese marco constitucional previo, pero —dada sus propias virtudes— requeriría de un proceso de ajuste amplio, muy participativo y plural, con sólidas posibilidades democráticas —casi demandaría de una convención constituyente. Tendría que ser de este modo porque ella expresa soluciones a un conjunto de desafíos epocales muy desiguales a los presentes. Por ejemplo, tuvo que gestionar de manera amplia la tensión entre retos nacionalistas de aquella etapa y determinados pluralismos. En tal sentido, las modificaciones que demandaría sólo podrían emanar de un análisis nacional plural y de un acuerdo colectivo democrático.       

Considero que una nueva Carta Magna sería ser el horizonte constitucional en el que deberíamos concentrar los esfuerzos nacionales. Por tanto, opino que al escoger cuál debería ser ese ajuste legal previo, con rango constitución, capaz de conducirnos a una convención constituyente, consideremos el modo más pragmático, sencillo, ágil. 

Algunos hemos apuntado que acaso un nuevo Parlamento democrático pudiera subsanar de forma selectiva y rápida las carencias, las contradicciones y los impedimentos primordiales de la actual Constitución de 2019; con el propósito de garantizar —sólo como punto de partida provisional— los derechos fundamentales y la democracia política que resulten imprescindibles para institucionalizar una ciudadanía en condiciones de recuperar el país y transitar hacia esa necesaria convención constituyente. Pero esta opción no es ni mejor ni peor que cualquier otra, sino que responde —como ya comenté— a la búsqueda de una manera pragmática, sencilla y ágil de empoderar a quienes deberán decidir la Cuba próxima.  

 

¿Al parecer el diálogo entre los gobiernos cubano y estadounidense resulta la única «apertura política» que el poder en Cuba está dispuesto a reconocer?

Será difícil una apertura efectiva de Estados Unidos hacia Cuba sin que inicie previamente una apertura del Gobierno de La Habana hacia la sociedad cubana transnacional; aunque también será difícil cualquier apertura del Gobierno de la Isla —si tuviera disposición— sin una previa distención entre ambos Estados. 

Pero comprender esta lamentable «dependencia» no implica aferrarse a qué en Cuba nada pueda cambiar hasta que Estados Unidos asegure todas las «comodidades» posibles a quienes gobiernan la Isla. Existen muchas razones para oponerse a esa hipótesis, si bien ahora sólo citaré tres. 

No es posible aceptarlo porque resulta falso —sencillamente. No es posible aceptarlo porque tal posición constituye una «ideología anti soberanista». No es posible aceptarlo porque sería ingenuo desconocer que las relaciones entre ambos países están condicionadas —sobre todo— a que una amplia porción de los cubanos allí votantes dirime en las elecciones estadounidense el conflicto con el Gobierno cubano y, al faltar democracia en la Isla, coloca en ese país la «esfera pública cubana», lo cual convierte los asuntos políticos entre cubanos en política interna de Estados Unidos y coloca la política dentro de Cuba como condición de las relaciones entre ambos Estados. 

O sea, modificar sustancialmente la política de Estados Unidos hacia Cuba pasa —en medida enorme— por cambiar la orientación del voto cubano en Florida. Y ello, evidentemente, dependerá más de La Habana que de Washington. 

Sin embargo, también sería estéril imaginar que Estados Unidos no deba iniciar una apertura hacia Cuba hasta que la Isla ocupe uno de los primeros sitios en los estándares democráticos del mundo. No es posible aceptar esto porque, lamentablemente, nuestra ruta hacia la democracia sería harto difícil sin los beneficios derivados de unas relaciones bilaterales distendidas. 

Para que sea posible el inicio de esta apertura estadounidense, quizá será necesario que primero sucedan cosas en Cuba. Por ejemplo, la liberación de los presos por motivos políticos, el suficiente espacio legal e institucional a la empresa privada, la institucionalización auténtica de garantías a los Derechos Humanos, y una expresión de mayor madurez en las actuales posiciones internacionales —pues resulta posible tener relaciones beneficiosas con gobiernos y doctrinas reprobables sin tener que alabar sus vilezas—. También tendría que estar dispuesto el Gobierno cubano a negociar soluciones para las expropiaciones a estadounidenses.

Pareciera que no tenemos por qué esperar que en Cuba ocurran estas cosas. Ello, hasta ahora, ha sido imposible. Pero actualmente hay razones para sostener el empeño. Ahora componemos el país, o podríamos perderlo para siempre. 

 

¿Qué puede indicar el cuestionamiento en la esfera pública cubana del viaje a Cuba de Norah Jones, como herramienta política en contra del Gobierno cubano?

He leído sobre ello y al parecer ya fue cancelado el viaje a Cuba de Norah Jones. Al inicio me costó comprender sobre el motivo de este viaje. Según algunos este provenía del llamado «intercambio cultural de pueblo a pueblo» y según otros sólo resultaba un mero «acto de negocio» a través del cual ella venderá allí su producto a quienes pudieran pagarlo. 

Si fuera lo primero, Norah Jones hubiera estado obligada a ofrecer su producto de un modo que pudieran acceder los cubanos interesados, gratuitamente; de lo contrario, su viaje a la Isla sería legítimamente reprobable. Si fuera lo segundo, hubiera sido un acto personal, casi de derecho individual, que si bien se efectuaría en la Isla no estaría implicada Cuba como realidad política nacional; por lo cual su viaje a la Isla sería inobjetable política y legalmente. 

De ser así, Norah Jones no hubiera ido a Cuba a cantarle a los cubanos, ni tampoco a brindarle apoyo a las injusticias del «sistema político» impuesto. Sin embargo, a pesar de esto, dada la situación nacional el clima entorno al viaje resultó peliagudo.  

Quizá podíamos sentir molestia porque, de todos modos, ella iba a Cuba, que es un espacio donde se empobrece, excluye y reprime a muchos cubanos, donde carecemos de libertad. Pero también debemos comprender que porque nosotros carezcamos de libertad no deberíamos pedirle a ella que reprima la suya. Ese no es el mejor modo de defender la libertad; y, además, no son los otros, no cubanos, quienes deben dar cuentas de nuestra libertad, que realmente sólo nos incumbe a nosotros.  

También podemos incomodarnos al pensar que Norah Jones gastaría algún dinero en Cuba que sería recaudado por el Gobierno para su beneficio, no a favor del pueblo. Pero si meditamos que su viaje hubiera sido un mero «acto de negocio» que cobraría dinero a quienes asistieran a sus espectáculos, seguramente ella se llevaría mucho más dinero del que gastaría, incluyendo dinero del que pagarían los participantes -que ya no gastarían en la Isla. En tanto, al parecer su viaje tampoco engordaría significativamente las arcas del Gobierno.  

No obstante, podríamos mantener cierta molestia porque algunos cubanos y extranjeros en la Isla iban a poder derrochar su dinero en tal espectáculo y con euforia disfrutar allí —donde la mayoría padece la ignominia y de donde muchos tuvimos que partir a una especie de destierro. Pero igual podemos comprendemos que esta emoción, aunque comprensible, quizá tampoco sea éticamente legítima ni efectiva políticamente. 

Al analizar serenamente cuestiones de esta índole podemos incorporar que Cuba y los cubanos deben existir, a pesar del Gobierno, y ello debe reconfortarnos. Debemos incorporar además que si solemos alegar que quienes viven allí están secuestrados por el poder, en la lucha contra ese secuestrador no debemos apelar a tácticas que robustezcan la condición de secuestrado de los cubanos de allí. Debemos incorporar asimismo que nuestras actitudes no deben emular las actitudes de ese poder porque sólo alcanzaremos una realidad distinta en Cuba si actuamos distinto ya que, de no hacerlo, ese poder nos habría ganado para siempre, sin esperanzas.  

Sin embargo, lo esencial en este debate sería la dimensión individual de Norah Jones que todos debimos respetar, pues ese viaje suyo hubiera sido sólo una cuestión particular. El respeto a la dimensión individual de las personas fue lo que quebrantó y desterró el «régimen» para asegurar su imperio. Precisamente por eso es que Cuba está destruida, y no la recuperamos si somos incapaces de rescatar esa «virtud» que resulta medular para el respeto, la diversidad, la democracia y el bienestar. Quizá esta «virtud» sea el pilar de esa Cuba nueva que queremos; en tanto, tal vez sin ella sea imposible. 

 

 

 

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