Martí: ¿Símbolo de la nación o blanco de sensibilidades profanas?

Los eventos políticos recientes han vuelto a poner en el centro de atención el tema del arte y el poder institucional en Cuba en una sociedad donde la “Revolución” disputa la hegemonía de lo simbólico con formas de la cultura como el arte. 

En este breve espacio no pretendo entrar en tan complejo tema, sino detenerme en el punto que atañe a los símbolos nacionales. La profanación de uno de estos ha generado recientemente condenas de hasta quince años de cárcel. No es la primera vez que la figura penal de “ultraje a los símbolos patrios” es aplicada, pero ahora ha vuelto a resurgir con los performances de algunos artistas contestatarios de reciente celebridad. El análisis, de entrada, llevaría a preguntarse cómo un Estado que se identifica ideológicamente con el marxismo-leninismo y su lectura del materialismo histórico otorga tanto poder al símbolo, pero pronto nos alcanza el hecho de que los símbolos religiosos no tienen semejante estatus jurídico. Ya en los años 50′ se intentó declarar día feriado el 8 de septiembre, algo que no se llegó a materializar por la oposición de masones y protestantes, que entonces eran minorías en Cuba, ante lo que parecía el intento de elevar a símbolo nacional a lo que hasta entonces solo era objeto de culto. Lo interesante es identificar cuál se podría denominar símbolo nacional en el contexto cubano, además de aquellos que reconoce la constitución. 

            El símbolo nacional que me ocupa aquí es la figura de Martí. Este fue objeto casi de culto para la generación intelectual de 1930 que daría lugar a la constitución de 1940. ¿No decía Carlos Márquez Sterling que esta última era “la rosa blanca hecha ley”? Si alguna figura ha sido objeto de irreverencia literaria y artística es justamente la de Martí, al menos de los años ’90. Los casos más notorios José Antonio Ponte con su ensayo El abrigo de aire, y uno de los más recientes el filme Quiero hacer una película que conllevaron, en el primer caso, a la proscripción literaria de su autor, y en el segundo, a la censura del filme. Los bustos de Martí manchados de sangre de cerdo (¿referencia velada a lo que en el Islam es símbolo de profanación?) parecerían ser los últimos de los recurrentes episodios de irreverencia ante el símbolo.  

Resulta interesante, por otro lado, que el uso del arte con matiz político aparezca en tiempos recientes en una comedia como Lisanka en la que se organiza un acto de desobediencia civil contra las tropas soviéticas con la proyección de una imagen de la Virgen y un letrero anticomunista: ¿Será esto un performance “retro” que parece legitimar el uso político del arte, contrario al discurso oficial, en Cuba? Nótese que en este caso no hubo reacción oficial alguna, y aunque en este caso el objeto de profanación no es Martí. 

Definitivamente cualquier ataque al símbolo hace suponer en los autores que se identifica a la nación con la figura de Martí, con lo que probablemente se propondría no un ataque a la nación en sí, sino a la nación identificada con el Apóstol. Escribiendo esto, me pregunto si lo mismo hubiera sucedido con la profanación de una estatua de Luz y Caballero o de Varona. No es extraño escuchar las referencias a los conflictos entre Martí y Maceo, las páginas arrancadas por Máximo Gómez del diario del héroe nacional cubano, las sospechas sobre la conducta de José Miró Argenter sobre la muerte de Maceo, además de las rivalidades entre Gaspar Betancourt Cisneros y el Titán de Bronce. Todo esto sin contar a Estrada Palma, heredero político de Martí por propia voluntad del héroe de Dos Ríos, e incluso está el precedente de Céspedes, destituido por la Cámara de Representantes. Estas referencias se usan para recalcar lo reacio que fueron los propios líderes independentistas a aplicar la noción de culto o símbolo de la nación a sus correligionarios.  

Podemos incluso pensar en qué medida la exaltación de Martí al puesto de símbolo nacional no aleja su obra de un escrutinio sereno y de obtener mayor rédito de su obra. Sus juicios sobre Haeckel-autoridad de la biología de su tiempo-, por ejemplo, han resistido la prueba del tiempo y anticiparon en cierta forma a la filosofía vitalista de Henri Bergson. Marinello mismo mencionaba su desilusión al no poder auxiliarse de Martí para una enseñanza concreta, la imposibilidad por el estilo que cultivó, de separar su palabra del poema o de la carta. Es justo lo contrario de lo que se ha hecho desde entonces, donde se hace de toda la obra martiana material aforístico. 

Esta identificación de Martí con la nación no tiene que significar el resultado de un juicio ético, de una aspiración: Seremos como Martí; sino una realidad pero que corresponde a un pasado. Ya Mañach constataba como Martí nos parecía más cubano que Luz y Varona. Lo que sucede es que los pueblos cambian y las sensibilidades estéticas también. El cubano medio de hoy parece distar bastante del de comienzos del siglo XX, menos aún que el del XIX. Algunos celebraran ese cambio, dirán que es un triunfo para el cosmopolitismo o la globalización, que el nacionalismo cubano se haga menos denso (lo cual introduce una petición de principio histórica que el anterior a Martí era un nacionalismo incompleto, menos radical- ¿recuerdan el decreto Spottorno?), otros lo lamentarán. El declive en el culto a Martí indica en todo caso un momento de duda. Parafraseando lo que dijo Octavio Paz sobre México en el El laberinto de la soledad, entramos en la adolescencia de la nación cubana. 

Sin elevar este hecho a tales trascendencias, quizás la oposición a elevar a Martí a esta identificación con Cuba no obedece a un deseo de cambiar un símbolo por otro, ni siquiera a establecer una pluralidad de estos donde Martí quede como primus inter pares en el panteón nacional, sino más bien a que sea el Estado el que realice esa labor de sanción del símbolo. Es una protesta anarquista donde la nación deja de encarnarse materialmente en una persona, cualquiera esta sea. 

Quizás este anarquismo es el que ha traído la coincidencia en el rechazo de la profanación del símbolo martiano de conservadores anticastristas y “revolucionarios” castristas. Para los que suponen que “en todos los países occidentales sucede lo mismo” les dejo un ejemplo: el Reino Unido, que tiene como símbolo nacional a la Reina o al “soberano” —la palabra lo dice todo— de turno, a quien se dedica uno de los tres himnos nacionales de esta antigua nación (quizás aquí se pudiera polemizar si Gran Bretaña no es una nación sino un imperio) [1].

          Por otra parte, al arte posmoderno le resulta interesante leer el símbolo más allá de su referente directo, de ahí quizás la obsesión de los artistas plásticos y los teóricos posmodernistas con Martí. Es por esto que podría preguntarse si la conexión del ascenso de Martí a la categoría, no de símbolo nacional, que sin duda lo es, sino del símbolo nacional por definición, aquel donde la identificación entre la nación y un individuo parece completa, algo que sólo tiene paralelo en el contexto cultural latinoamericano con Bolívar; es la fuente de por un lado, del conflicto con la lectura pluralista que del símbolo hace el arte posmoderno en Cuba y por otro de esta protesta anarquista que señalamos antes. Sin embargo, habría un punto, en el que provisionalmente, podríamos estar de acuerdo con la idea de Martí como símbolo de la nación por excelencia-a pesar de esa advertencia filosófica que viene desde la obra de Plotino de que los absolutos (como lo sería un símbolo absoluto) son inefables. Es esta la de que Martí creía que Cuba poseía “todas las virtudes necesarias para la conquista y el mantenimiento de la libertad” por lo que tenía “una fe absoluta en lo que llamaba “mi pueblo” que si le fallara “sería puñalada mortal”. [2] Martí confío en el pueblo cubano. Difícil hallar otro prócer cubano que lo hubiera hecho y de manera tan vehemente y clara.

[1]  La distinción entre la identidad inglesa y la británica es tomada en cuenta por historiadores como Jeremy Black (Furtado, Peter: Histories of Nations,2017)
[2] Arias, Salvador: Martí en Jorge Mañach, 2017.

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