¿Perdió Moscú la Guerra Fría?, o el probable lugar de Donald Trump en la historia de esa Guerra.

Artículo de opinión.

Algunos sostienen que quien llevó a Gorbachov al poder fue la KGB. Tiene sentido cuando se sabe que su padrino en los ‘70 fue Andropov, el entonces omnipotente director de esa institución, y que muy difícilmente se habrían podido iniciar cambios en la URSS, como los propuestos por este presidente, sin el apoyo de la jerarquía de la policía política.

En esta hipótesis la KGB habría apoyado, y hasta tal vez promovido, la reforma o Perestroika, porque sabía muy bien la situación verdadera de la sociedad y la economía soviéticas, la apatía crónica de la primera y el estancamiento de la segunda. De hecho, dado el diseño de la sociedad soviética, la KGB era la única institución nacional con capacidad de conocer la verdad sobre la URSS.

Mas la Perestroika se les fue de las manos en algún momento de 1988, y la URSS y el Partido Comunista, aunque no la KGB, terminaron por desaparecer a inicios de los años ‘90.

No soy aficionado a las teorías conspirativas, no creo que la infinita complejidad de la realidad sea manipulable con los limitados recursos que cualquier humano, o grupo de ellos, dispone para enfrentarla; pero pienso que solemos subestimar la capacidad de ciertas instituciones como la KGB o el G2 para manipular hacia el interior de sociedades totalitarias como la soviética o la cubana. Es verdad que rara vez sus planes originales se cumplen pero, si se tiene claridad de los objetivos finales y se adopta la actitud correcta, oportunista en el sentido de no desperdiciar las ocasiones para corregir los planes, muchas veces esas metas se alcanzan de uno u otro modo.

Este parece haber sido el caso en el largo plazo de la reforma soviética de los ‘80, que tenía como objetivo primario, en los planes de Gorbachov y de quienes lo apoyaban, recuperar la capacidad movilizadora de su sociedad, y dotar al proyecto soviético de un atractivo renovado que fuera capaz de sacar el mayor provecho posible a esas fuerzas sociales dormidas tras el período de represión estalinista y el estancamiento brezhneviano. También se proponía conseguir una tregua en la carrera armamentista, y de estar manera quitarle a la economía el insoportable peso de esta mientras se revivía a la sociedad soviética. Todo iba dirigido a sentar las futuras bases de una superioridad incontestable de la URSS ante Occidente.

Recordemos que estos eran los objetivos planteados en 1985 por un sector de la élite soviética, quienes aún creían en la superioridad del Comunismo y lo inevitable de la evolución social que habían estudiado en los escritos de Marx y Lenin, pero, sobre todo, en los manuales de materialismo dialéctico estalinistas.

Sin embargo, la Perestroika falló en revivir a la sociedad soviética y, en consecuencia, también en la meta última que se habían propuesto sus iniciadores. Esto ocurrió en esencia porque desde dentro de la ideología de la izquierda comunista es imposible iniciar reformas sin recaer en el liberalismo y, por tanto, en la subordinación de Moscú al orden liberal impuesto por Occidente.

Veamos qué pasó.

Hay incongruencias en la teoría de Marx que el Leninismo —o Comunismo, según la jerga de las derechas— no resuelve, sino que, por el contrario, los convierte en sus postulados centrales. Es el caso de la idea comunista de que su proyecto es por completo antagónico al liberalismo y a su concepción central de un individuo dotado de capacidad moral para determinar su conducta. Quizás Marx nunca pensó que en las etapas sociales que él llama Socialismo y Comunismo el individuo desaparecería por completo, a la manera que lo creyeron sus epígonos en el siglo XX. Mas en su afirmación demasiado absoluta de que las condiciones “materiales” de vida determinan el pensamiento del hombre, en su idea de leyes suprahumanas de la historia, determinadas por la dialéctica de los conflictos entre grupos sociales demasiado precisos —las clases sociales—, se encuentra una subvaloración del individuo que no justificaba su conservación de llevarse a la práctica política su teoría.

Así surge, a partir de Marx, un proyecto inconsecuente que se propone aprovechar como nunca las capacidades creativas del hombre, de la manera más justa y eficiente concebible, a la vez que sataniza al único portador de esas capacidades: el individuo libre. Resulta incuestionable que toda invención, propuesta, innovación, idea nueva, siempre surge en el pensamiento de un individuo específico dentro de un entorno social determinado, y que es capaz de ver un asunto desde una óptica diferente a la de sus contemporáneos y quienes le antecedieron. Tal vez, si no es este individuo, otro posteriormente se ocupará de hacer lo que aquel no pudo: pero lo esencial aquí es que siempre será otro individuo, ya que, si bien las ideas y soluciones que proponemos dependen de nuestra comunicación con los demás, no surgen sino en un específico cerebro humano.

Lo inconsecuente del proyecto en sí lleva a que Marx se niegue a imaginar las futuras sociedades —salvo generalidades— más allá de la revolución que las funda, porque, si bien el credo de que dicha revolución tiene determinado su triunfo posee un inmenso atractivo movilizador para destruir el mundo existente, construir algo nuevo después, en base a esas mismas leyes inexorables, ya no. Si todo es tan inexorable, si el individuo es un rezago que las sociedades socialistas y comunistas superarán, es evidente que no se necesita movilización consciente, sino sólo obediencia a las leyes suprahumanas y, en todo caso, a quienes tienen una mejor perspectiva de ellas para guiarnos hacia el Comunismo.

Esto quizás hubiera funcionado de maravillas si la revolución triunfase en todo el planeta, y no quedara ningún lugar regido por los principios y valores del liberalismo, o también si esa “formación asiática” en que pronto se convierte la URSS se hubiera conseguido imponer en todo el mundo. “Desgraciadamente”, no ocurrió así, y, al tener que mantenerse en competencia con un mundo liberal, del que teóricamente es una superación, la rigidez disciplinaria y la inexistencia de motivos movilizadores comparables con la superioridad que el liberalismo saca de su culto al individuo terminan por pasarle la cuenta al comunismo.

La solución, entonces, desde la izquierda comunista, está en liberalizar, o sea, en devolverle ciertas libertades al ciudadano para que, partiendo de sí mismo, revitalice las instituciones comunistas. Pero esas instituciones y el individuo son de origen irreconciliables, por lo que esa solución lleva necesariamente a la destrucción del Comunismo.

En concreto, la reforma desde la izquierda o Perestroika no podía echar mano de los motivos movilizadores y unificadores que la sociedad soviética necesitaba para resistir los cantos de sirena del orden liberal, por lo que la reforma dentro del marxismo no tardó en causar el colapso de Moscú, uno de los centros de poder que se disputaban la unificación del mundo.

Es entonces que apareció en escena ese siniestro personaje llamado Alexander Duguin, quien tenía acceso a los órganos de inteligencia soviéticos, el único poder que habría de sobrevivir a la caída de la URSS y del Comunismo. Duguin entendió que lo que había que hacer era cambiar de la izquierda extrema a la derecha extrema, así se podría echar mano del viejo eslavismo y del exclusivismo de la iglesia rusa como formas más eficientes para unificar y movilizar a los rusos frente a Occidente.

Nace así el Nacionalbolchevismo, una ideología mucho más efectiva que el Bolchevismo, desde lo movilizador, para sostener a Moscú como un poder independiente global.

En realidad, la tendencia a echar mano de recursos como el nacionalismo tenía una muy temprana historia en la URSS. De no haber convertido la Guerra contra la Alemania nazi en una Gran Guerra Patria y no en un conflicto entre Capitalismo y Socialismo, es muy poco probable que la URSS no hubiese perdido toda su porción europea. Pero, en el contexto de una ideología universalista como el marxismo, el nacionalismo sólo había quedado como un recurso extremo para casos de apuro.

Es necesario aclarar que los movimientos que se ubican a la izquierda del liberalismo se entienden a sí mismos como progreso, una superación de aquel, mientras los que se ubican a la derecha se ven como una resistencia conservadora al liberalismo, de ahí que para ellos, aunque raramente tengan el valor de admitirlo, liberalismo y Comunismo sean lo mismo.

En general hay solo dos modos de movilizar a los individuos dentro de un poder constituido: mediante la libertad de mejorarse, mejorar su posición en la sociedad, o mejorar la sociedad en que se vive (motivo liberal), y mediante la activación de los miedos e instintos tribales, heterofóbicos, de rechazo al que no pertenece al grupo “inmemorial o raigal” (motivo conservador, de derechas). La izquierda no puede echar mano de ninguno de los dos por los propios fundamentos de su doctrina, dado que solo puede movilizar “revolucionariamente”, por tanto sólo sirve para destruir el poder existente. Pero, al llegar a él, al ocuparlo tras el acto revolucionario, su incapacidad movilizativa la convierte en una tiranía férrea del aparato burocrático estatal, altamente inestable, que devanea entre el liberalismo y la derecha, aunque sin atreverse a declararse abiertamente por ninguno de sus dos antagonistas. Esto se debe a que el discurso ideológico que los llevó al poder, como se supone que es una superación tanto del liberalismo como del pensamiento conservador, se lo impiden.

Alexander Duguin comprende esto desde finales de los ‘80, y la nueva generación de jerarcas rusos que se forma a inicios de los ‘90 bajo la influencia y el control de los órganos de inteligencia rusos, que no son más que los mismos soviéticos, adoptan su visión a poco de caer la URSS. No se podía ir hacia el liberalismo porque eso implicaba subordinar a Moscú al mundo liberal ya existente y, por otra parte, el izquierdismo no servía para resistir con efectividad movilizadora al llamado Mundo Libre, como ha demostrado el proyecto soviético. En consecuencia, sólo quedaba entregarse a la derecha.

No obstante, Duguin y los poderes que comenzaban a desplazar a los “perestroikos” liberales comprendieron que se podía ir más lejos y que a la ideología de derecha se le puede sacar más, mucho más. Entendieron que se podía convertir el giro a la derecha extrema no sólo en un recurso para movilizar y unificar a los rusos en la resistencia ante el Orden Liberal de Occidente, sino también en un movimiento global de una nueva derecha, una ideología diferente, interesante, mística, heterofóbica, anti racionalista, antiliberal, y que marcaba el regreso a las jerarquías claras del Medioevo para todos los que en Europa y Estados Unidos no están tampoco a bien con los propios valores liberales de su civilización. Concientizaron que no solo podían armar su propuesta ideológica de resistencia, como hizo la URSS cuando le dio un tinte nacionalista a su guerra contra Alemania, sino que también podían usarla para horadar las bases de Occidente.

Así es como el principal producto de exportación ruso en el nuevo milenio no es el petróleo o las armas, sino una ideología diseñada para ser adaptada por cualquier conservadurismo contemporáneo. Este giro hacia la ampliación de sus horizontes es importante sin dudas, porque tampoco a largo plazo el pensamiento de las derechas es capaz de derrotar en competencia al liberalismo, solo puede resistirlo con una eficacia muy superior a la de la izquierda, o derrotarlo de una vez y para siempre al imponer el regreso al mundo premoderno.

Es entonces cuando Alexander Duguin deja de llamar Nacionalbolchevismo a su ideología, lo cual le resta poder de penetración en Occidente, y la deja como un bien abierto para quién quiera adaptarla a su realidad nacional, como un software ideológico libre.

De esta manera, viejos conservadurismos como el turco o el indio encuentran la forma de actualizarse, y en Occidente surgen tipos como Orban o Bolsonaro, pero, sobre todo, cómo emergen personas como Bannon y su discípulo Donald Trump, quienes adoptan el virus ideológico diseñado en Moscú para hundir a la civilización occidental y su proyecto universalista y lo inyectan en el mismo corazón de Occidente hoy, en Washington. Por tanto, resulta incorrecto decir con absolutismo que la URSS perdió la Guerra Fría. Moscú se las ha ingeniado para, si no ganarla a corto plazo, por lo menos tomar venganza de sus vencedores, al debilitarlos desde dentro. La historia de la Guerra Fría aún se desenvuelve.

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