Populismo y posverdad: en defensa de la democracia liberal

Por: Armando Chaguaceda & Ysrrael Camero (1)

«Los medios no pensaban que íbamos a ganar. Subestimaron el poder del pueblo:
de vosotros. Y quiero que sepáis que estamos peleando las noticias falsas.
Hace unos días les llamé el enemigo del pueblo. Y lo son.
Son el enemigo del pueblo americano»
Donald Trump

 

Por todo el mundo, se manifiestan los rasgos que han hecho del populismo un modo específico de entender -mediante las polaridades Líder-Masa y Pueblo-Enemigo-; ejercercon estilo decisionista, movilizativo y conflictivo- y estructuraren formas movimientistas antes que en instituciones- la política moderna. El populismo sería una especie híbrida -en lo constitutivo- y transicional -en lo procesual- dentro del catálogo de formas políticas contemporáneas (2).

En el populismo destaca la construcción -discursiva y organizacional- de un nosotros -mayormente “popular” y/o “nacional”- versus un otros, señalado a menudo como antinacional y oligárquico. Semejante construcción expande la real polarización (social) -prexistente a la irrupción del populismo- en la dirección de una polarización (política) potenciada desde el propio Poder populista. El populismo abriga, a partir de esa polarización, cierta ambigüedad permanente ante el fenómeno democrático. Una que oscila entre la preservación de instituciones y libertades básicas de la república -al menos hasta arrivar a una coyuntura crítica, donde mutaría en franco autoritarismo- y la erosión sistemática de aquellas. 

Un factor coadyuvante en los procesos de expansión del fenómeno populista deriva de una transformación tecnológica en los mecanismos de generación, acceso y distribución de la información. El acceso a las nuevas tecnologías de comunicación, las denominadas redes sociales, ha debilitado la credibilidad de los grandes medios de comunicación institucionalizados. Al tiempo que se ha fortalecido la creación de redes y espacios de interacción que funcionan como espacios de agregación tribal de los semejantes, y de segregación de lo distinto. 

Paradójicamente, una innovación que había generado expectativas de democratización en la comunicación, ha fortalecido comportamientos tribales que reproducen y fortalecen prejuicios, presentados como verdades reveladas, alrededor de los cuales se estructuran los movimientos populistas, especialmente en su dinámica de confrontación contra las elites y las instituciones. Dicha confrontación no contribuye a la constitución de un espacio público común, sino propicia su sustitución por agregados de espacios sectoriales, internamente uniformes, pero con pretensión de universalidad: las fake news y la denominada posverdad. Estos han sido nuevos espacios para las denominadas «batallas culturales», que confrontan los grandes consensos institucionalizados, sin propiciar un encuentro deliberativo racional, ni agonal. Porque lo que se genera es una reacción que ratifica las identidades cerradas, esas que se articulan con las propuestas populistas y las fortalecen. 

Efectivamente, las democracias representativas liberales de principios del siglo XXI presentan deficiencias y limitaciones, muchas de las cuales derivan de una crisis de la potencialidad transformadora de la política, es decir, la impotencia de la acción colectiva, la desaparición de sus sujetos tradicionales, que genera la necesidad de generar nuevos sujetos colectivos, muchos de los cuales remiten a viejos repertorios, y a la recreación de viejas identidades. El resurgimiento del populismo es una respuesta a esta crisis, una respuesta vinculada a su confrontación contra la institucionalidad y contra las elites que parecen dirigirla, pero no hay garantías de que un populismo sea necesariamente democratizador. El ímpetu antipluralista del populismo, que va más allá de su confrontación contra el modelo agregativo liberal, puede facilitar procesos de autocratización. Lo hace al debilitar los frenos al poder que podrían garantizar el ejercicio de los derechos individuales. También al dificultar la creación de un espacio común, de una racionalidad compartida, que permitan construir respuestas políticas a las demandas sociales expuestas en la esfera pública. 

A pesar de que el populismo emerge desde las entrañas primigenias de la tradición democrática -partiendo del reclamo lógico de volver a traer el conflicto al centro de la vida política- su pervivencia en la modernidad tardía, en un mundo que ha vivido los experimentos totalitarios, en un contexto en el que la institucionalidad liberal y el Estado de derecho sostienen las limitaciones efectivas al ejercicio del poder, es una amenaza para las democracias realmente existentes. Para la posibilidad de vivir en libertad, la que debe venir siempre acompañada de un sistema de garantías y limitaciones que eviten que el desbocado antagonismo existencial derive en el dominio arbitrario del más fuerte frente al más débil. 

De esta manera, toca recordar las diversas dimensiones de la democracia, conceptualizadas por Pierre Rosanvallon (El siglo del populismo, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2020) que surgen también del desarrollo histórico concreto de la misma tradición democrática. La democracia requiere, como actividad ciudadana, de garantías para el despliegue de los (contra) poderes de control, veto y juicio, y como forma de sociedad, requiere un entorno institucional que permita relaciones que respeten la singularidad, la reciprocidad y de comunalidad social. Su legitimidad, en el ejercicio del poder, requiere tanto de una reflexividad dialógica, deliberativa, como de una imparcialidad en la acción pública. Reflexividad e imparcialidad que el acercamiento pasional al populismo tiende a soslayar, que la institucionalidad liberal tiende a proteger. 

Lo que lleva a concluir que, aunque la pervivencia del vigor ciudadano de la democracia requiere colocar nuevamente al conflicto en el centro de la experiencia política, así como a los sujetos colectivos como actores protagónicos, no se puede soslayar la imprescindible necesidad de proteger la convivencia en libertad y el pluralismo frente a cualquier poder. La institucionalidad liberal, con sus poderes limitados, con su separación entre los ámbitos de lo público y lo privado, con sus derechos individuales, incluso con la existencia de una racionalidad dialógica como punto de encuentro en un campo público común, es hoy también parte integral de la tradición democrática post-totalitaria. Y es lo que la reivindicación populista, sea de izquierda o de derecha, tiende a anular y a expulsar. 

Es lo que la democracia realmente existente –no la soñada o imaginada– nos ha llevado a aprender. No hay salida democrática sin institucionalidad liberal. No hay preservación liberal sin democracia. No se puede siquiera preservar el conflicto político agonal, la acción autónoma de los sujetos colectivos, ni el despliegue de las identidades colectivas, sin un sistema de garantías para el ejercicio de los derechos y las libertades. Es esa frontera lo que la lógica de acción populista no puede traspasar sin matar la democracia. El momento ha llegado: defendámosla democráticamente.

 

(1) Este texto ha sido elaborado para 23yFlager con base en el artículo “Populismos de derecha y desdemocratización”, publicado en Chaguaceda, A & Duno, L. (editores) (2019). La derecha como autoritarismo en el siglo XXI. CADAL, Centro de Estudios Constitucionales Iberoamericanos AC, Rice University, Buenos Aires, Argentina.  

(2)  De hecho, Rosanvallon (2020) concibe al populismo cómo una forma límite, polarizada, del proyecto democrático. La cual, al devenir régimen, revela una pulsión democratista y autoritaria, dotada de una capacidad (variable) de reversibilidad

 

Articles You Might Like

Share This Article

More Stories