Constitución cubana, cuatro desafíos

¿Está resolviendo la presidencia técnica de Miguel Díaz­-Canel nuestro cuádruple desafío? La pregunta no es retórica. Su presidencia debería dilucidar si por fin el Estado representará a la nación o si seguirá siendo el rehén civil de una ideología vivida con más cinismo que contenido.

Parece que no. “Raúl Castro encabezará las decisiones de mayor trascendencia para el presente y futuro de la nación.” dijo Díaz Canel en su discurso de toma de posesión el 19 de abril de 2018; encargado de informar desde la Asamblea Nacional el tipo de anuncio que se debe hacer desde el comité central del partido comunista.  Así Raúl Castro encabezó la comisión encargada del anteproyecto de la nueva Constitución.

Raúl Castro, por su parte, expresó de Díaz Canel: “Es el único sobreviviente”, de un grupo de jóvenes que se visualizaban en su época para asumir el relevo en el poder, y su ascenso “no es una casualidad, se previó”, dando a conocer en la Asamblea Nacional lo que fue decidido en otro lugar: el buró político del partido comunista. Con total descuido de las formas y el lenguaje democráticos, por cierto. Lo que dio inicio a la primera regencia mundial del siglo XXI.

El poder sigue siendo simbiótico en términos políticos, y contiguo en el espacio físico.  El cambio de generaciones, que es real a todos los efectos biológicos, simbólicos y sociológicos, insiste en afirmar en los hechos lo que constituye una contradicción lógica que los sacrifica: la continuidad generacional.

Lo que por demás genera una lectura ilusoria, y falsa, sobre la realidad. La generación que triunfó en 1959 ha experimentado una cantidad sucesiva de rupturas con su discurso, y entre su discurso y la realidad, que cabría preguntarse a qué le estará dando continuidad la tercera generación que ahora asume la representación del poder. ¿Será a las reformas o a las contrarreformas? Porque ambas, marchas y contramarchas, ideología y pragmatismo, reacción y avances, represión y tolerancias locales hicieron tendencia en la vieja generación que, como el anciano, no se desprende del cuello de Simbad el marino. La mayoría de estas idas y venidas han marcado un trayecto sucesivo de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, del neoliberalismo a la ultraizquierda, del populismo al corporativismo en las que la única constante ha sido el control del poder y del espacio público por el partido único.

La cuestión entonces no es la de la continuidad generacional, sino la del margen de experimentación y de errores excusables que les está permitido a la generación que asume.

Pero, yendo a lo fundamental, las decisiones de cómo administrar están quedando, en exclusividad, del lado del poder ideológico, el partido comunista, ―que no domina desde la ideología misma sino desde el freno a las ideas― y las decisiones sobre lo que se administra del lado del Estado, que no puede gestionar bienes creados sino rentas extraídas tanto al capital extranjero como a los ahorros de la Cuba transnacional y a la pequeña empresa privada.

¿Cuáles son las matrices en disputa? La de un modelo extractivo, en la que el Estado, bajo la vigilancia del partido comunista, trata de obtener la mayor cantidad de rentas posibles  ―como ha sido hasta ahora―, frente a la de un modelo productivo en la que un Estado moderno debería garantizar las cuatro modernizaciones pendientes en Cuba: la de la economía, la de la sociedad, la de la política y la del derecho. Esta última una premisa  de la modernización política misma.

Esta contradicción está presente en la nueva Constitución, que refleja, parafraseando al liberal francés Guy Sorman, un hecho capital en los Estados modernos: el subdesarrollo, o el desarrollo, están en las instituciones.

El subdesarrollo de Cuba nada tiene que ver con la carencia de recursos naturales, de hecho la economía es la ciencia de los recursos limitados, ni con la ausencia de imaginación creativa sino con el tipo de instituciones que se nos impusieron. Tanto el carisma des institucionalizado tipo Fidel Castro como el control ideológico de la sociedad son instituciones contra productivas. En este sentido, nuestro subdesarrollo fue electivo. Es el resultado de una elección racional. La explicación más cercana de por qué técnicamente estuvimos en condiciones de enseñar a cultivar café al segundo exportador mundial, Vietnam, mientras nosotros tenemos que importarlo.

¿Cuál es ese cuádruple desafío al que se enfrenta la presidencia técnica de Cuba? Primero, el de qué país vamos a tener (la combinación de infraestructura económica, tecnológica y de servicios al mayor nivel de desarrollo posible); segundo, qué nación podemos reconstruir (la convivencia cívica de la pluralidad en un espacio pos ideológico); tercero, qué Estado es necesario (la relación política entre instituciones y ciudadanos en un espacio pre ideológico) y cuarto, qué democracia demandamos (el modelo relacionado de participación y representación en las estructuras e instituciones de poder) que guarda una relación orgánica con el  tipo y la calidad de la Constitución política del Estado.

La Constitución que entró en vigor el 10 de abril de 2019 anuncia las posibilidades para asumir los retos de estos cuatro desafíos, pero las bloquea en la cima de un Estado que coquetea con el derecho para cerrarse en torno a la ideología. Una contradicción con las bases mismas de cualquier constitucionalismo, que es justo un proceso para abrir el acceso al Estado, limitando su alcance sobre la ciudadanía.

Raúl Castro, el constitucionalista en jefe, lo dejó claro desde el principio. Luego de que ni él ni Esteban Lazo, presidente de la Asamblea Nacional, se acordaran de cuál era el artículo que en la Constitución derogada establecía la hegemonía del partico comunista, la pretensión de la élite fue que la nueva Constitución dejara intacta, como al final sucedió, esa hegemonía. Tanto en el artículo 4, con su comentario sobre el carácter “irreversible del socialismo”, como en el artículo 5, que da un salto de lo hegemónico a lo único. Ahora el partido comunista excluye de manera explícita toda posibilidad de organización política fuera de sí mismo.

Pero este paso supone la quiebra de la rosca constitucional. Intentando el control absoluto, en una época en la que incluso la concepción de hegemonía está desacreditada, el partido único niega y liquida, en un doble movimiento, a la Constitución misma. La niega porque suspende su Capítulo V, que en 40 artículos reconoce y garantiza el ejercicio de los derechos ciudadanos en una perspectiva universal: la de los derechos humanos. La liquida porque suplanta la residencia de la soberanía, reconocida en el artículo 3 de la misma Constitución como asentada en el pueblo. El supremacismo es incompatible con la noción única de pueblo y, mucho más, con la noción plural de ciudadanía.

El límite que se impone no es, curiosamente y aunque lo parezca, ideológico; es estrictamente político. Con ello regresamos a una etapa previa al constitucionalismo. El constitucionalismo nace para ensanchar hacia abajo los espacios políticos y para cambiar la naturaleza en la relación entre gobernantes y gobernados, a favor de estos últimos. Definir una nueva Constitución estableciendo una frontera política es destruir la naturaleza del constitucionalismo que intenta precisamente definir nuevas fronteras políticas.

La cuestión se agrava porque la nueva Constitución nació sin constituyente. Surge, como la de 1976, del partido comunista, hoy reforzado desde el Estado; partido que sigue determinando quién pertenece legítimamente a la nación. Una Constitución nacida de este modo vicia su legitimidad porque reduce su alcance sobre los ciudadanos y las ciudadanas que no profesan el pretendido híbrido doctrinal entre José Martí, Carlos Marx, Federico Engels y Vladimir Ilich Ulianov, prefijando con ellos y ellas una relación discriminatorio-punitiva por naturaleza.

Esto lleva a un problema mayor. Una Constitución sin constituyente nace sin soberano. A diferencia de la de 1976, resultado de una sostenida ola revolucionaria que se institucionaliza  ―la doctrina manida de la revolución como fuente de derecho―,   la que surgió ahora desconoció al soberano para reinventar unas reglas del juego que nacen en un partido selectivo y por lo tanto sin posibilidad de representación, canalizadas a través de una representación indirecta como lo es la de la Asamblea Nacional y no en el origen de toda representación: el pueblo o los ciudadanos. Por aquí se viene abajo toda la doctrina del constitucionalismo moderno que dice que el soberano es la base y no la consecuencia de todo Estado constitucional.  Como acaba de ocurrir en Chile.

Un retroceso semejante tanto respecto de la tradición constitucionalista cubana, fundada en el constitucionalismo liberal, como del llamado Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano, que la universidad de Valencia, España, inventó para los países de la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA), y que hizo nacer las nuevas constituciones de una convocatoria popular, no permitió que con la nueva Constitución llegáramos a un Estado de derecho. El artículo 1 que define a Cuba como “Estado socialista de derecho” es una contradicción en los términos que imagina que se puede pensar como Estado de derecho a un Estado que excluye.

En este sentido fue curioso, aunque en consonancia con nuestra tradición escolástica, que, sin mucha presencia en el debate público, el gobierno cubano tomara a la Constitución de 1940 como referencia para guiar todo el proceso que culminó en la actual Constitución. Además de un reflejo del poco entendimiento de cómo opera la tradición cultural en la formación de las instituciones, el uso retórico de esa Constitución se inscribió, tal y como lo describe el pensador esloveno Slavoj Zizek, en esa expresión del cinismo según la cual el político asume como propio lo que niega, en esa perpetua fuga hacia delante que le garantiza control y petrificación de la sociedad que pretende dominar, desconociendo sin pudor las fuentes de su origen.

Es importante recordar que la Constitución de 1940 nació de una constituyente, en la que, por cierto, había mujeres, reflejó la pluralidad social y política del momento, respetó la lógica de un proceso de esa naturaleza: primero la Constitución y después la representación, y fue el fruto de una deliberación sin precedentes en la que los ciudadanos estaban involucrados diaria y permanentemente a través de la radio.

¿Por qué un proceso nacido en la cúpula de un partido intentó recuperar y utilizar un proceso nacido de la nación?

Visto desde un ángulo más importante estamos ante un serio tema de legitimidad. Miguel Díaz Canel no llega al poder ni mediante una revolución ni a través de una elección. Un origen vacío de un poder que se estrenó cambiando las reglas del juego de la convivencia nacional, sin tiempo para lograr la legitimación por funciones y por resultados que requeriría, y que reproduce desde la presidencia otorgada el tipo de poder que sus predecesores emplearon sin sufrir una contestación eficaz a su poder: la represión a secas.

Es por eso que se requiere que la soberanía sea recuperada para el proceso constitucional, desde abajo, en una oportunidad de reinvención ciudadana que reactive los derechos negados en la propia Constitución por un partido único, y nos lleve al Estado de derecho y a la posibilidad de elegir instituciones pensadas y concebidas para el desarrollo.

Esa es la estrategia de la Propuesta2020.

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