La patria es un espacio simbólico. Una categoría. Una idea. Una ficción. Desde un punto de vista legal, es un grupo de leyes y decretos, más o menos ordenados, también inventados.
La patria y los países surgieron en el mismo lugar en el que nacen los sueños, poemas, cuentos y novelas. También los libros de ciencia. O sea, en ese lugar lleno de dudas, miedos, intereses e ilusiones, y está lejos de ser una verdad absoluta. No es una realidad objetiva. Ningún país tuvo un origen natural. Ninguno es sagrado. Fue, es y siempre será una realidad imaginada. La patria es una verdad intersubjetiva, una verdad acotada, un constructo social, una creencia que solo existe porque muchos, al menos los suficientes, creemos en ella.
La patria es un sentimiento que ha tenido un uso práctico tremendamente significativo a lo largo de la historia, ya sea para fines militares, de conquista, políticos, monárquicos, republicanos, legales, de emancipación, deportivos, culturales, etcétera.
Patria es un término latino sinónimo de familia, que a su vez deriva de la voz patrius, que significa «tierra de los antepasados». Existen numerosos registros en los que los romanos hablaban de «amor a la patria» al referirse a su territorio, idiosincrasia y forma de organización social. En la Edad Media, la idea de patria no era otra cosa que el Paraíso o incluso la cristiandad. El humanismo renacentista luego redefine y amplia el concepto como el lugar donde se ha nacido, la comarca, la aldea, pero también las libertades adquiridas, los privilegios o diferenciaciones con otros territorios y la forma de gobierno. En la misma medida que los territorios se expandían y constituían en reinos la idea de patria adquiría una nueva dimensión y un nuevo carácter, redefiniéndose una nueva narrativa. Es la ilustración la que moderniza y le concede trascendencia al concepto de patria al considerarlo como un espacio del que formamos parte y en el que priman leyes que garantizan la libertad e incluso la felicidad, por lo que bajo un gobierno u orden despótico no habría patria. Estos nuevos añadidos fueron fundamentales en el surgimiento de las repúblicas modernas (del latín respublica, cosa oficial, cosa pública), como la norteamericana, la francesa y otras que siguieron la tradición republicana. Pero en todos los casos, la patria hace referencia a una idea previa que luego se pone en práctica, siendo un termino difuso, no estático, que siempre ha estado vinculado a un sentir heredado, transitivo, a una pertenencia emotiva, y por todo ello abstracta.
Ningún país tuvo, tiene ni tendrá el origen natural de los árboles, los ríos, las liebres o los hombres. A esos nadie los creó, por lo que, frente a la realidad objetiva, la idea de la patria no pasa de un buen cuento, realmente efectivo, o de una novela llena de cajas chinas, repleta de dramas internos infinitos y hasta cierta mitología en los que muchos hemos creído o se nos ha obligado o convencido a creer. Un país, y eso que se da en llamar patria, no es otra cosa que una creación de familiares del pasado que, como cualquier invento, está sujeto a cambios, adaptaciones, fusiones o eventuales desapariciones. Claramente no es una verdad verdadera inmodificable.
Todo lo anterior no niega la originalidad, o incluso la probable conveniencia de la creación de los países y sus cientos de ficciones internas que los sostienen y justifican: como las leyes, el ejército, las banderas e himnos, los pasaportes, los carnets de identidad, los registros de vacunación, las filiaciones políticas, los mercados y aduanas, y demás.
Tampoco se trata de hacer un llamado a dejar de creer en este tipo de ordenamiento o sus instituciones. No es eso. Cada uno cree en lo que quiere, puede o no logra evitar. Solo apunto que estemos conscientes de que abrazamos una creencia, o varias creencias superpuestas, hechas de palabras, no de materiales exactos ni alquimias infalibles, y que todo eso puede y debe estar sometido a revisiones, debates y actualizaciones constantes.
O sea, que cuando brinquemos del asiento porque el país que nos tocó, en esa gran lotería que es primero nacer y luego que sea acá o allí y no allá, gane o pierda en cualquier evento -también inventado-, recordemos que estamos abrazando un credo diseñado por otros que persiguieron determinados fines, algunos de ellos nobles fines, aunque no necesariamente todos plausibles pues la Historia también está llena de estafas, asesinatos, genocidios, masacres y robos de toda clase y miles de eventos fortuitos que no respondieron a ningún orden exclusivo ni ley gravitacional. La Historia a la que se refieren los surgimientos y desarrollos de los países y los sentimientos patrióticos es también la del egoísmo innato del hombre, muchas veces desde sus costados y sin mencionarlo de frente por intereses determinados.
Puede resultar comprensible que se respeten, honren y adoren a los ancestros que dieron origen al orden actual, pero eso no contradice que cualquiera se pregunte cuál es la seguridad o certeza de que aquellas ideas e invenciones que dieron origen a una patria determinada fueron o han sido tan especiales e infalibles. O mejor aún, ¿por qué conferirles a esas ideas anteriores valores extraordinarios y luego pretender hacerlas eternas? ¿Quién puede asegurar que ese, este o aquel país y su orden era el único camino posible? ¿Quién se benefició con la creación de los Estados modernos, del surgimiento de las monarquías, principados, sultanatos, imperios, o de las repúblicas presidencialistas o parlamentarias de hoy? ¿Acaso se le pueden conferir valores, generalmente especiales, a veces sagrados y superiores, a un territorio o a una nacionalidad sin calificar de algún modo al resto?
Para ofrecer una idea de que todo cambia, y que la patria no es un valor absoluto indiscutible e inmodificable, pongamos el caso de Cuba.
El territorio que ocupa Cuba hoy, por ejemplo, fue alguna vez un espacio sin nombre ni orden. Luego fue denominado por los aborígenes que conquistaron las Antillas, los arauacos, como Cuba o un sonido o denominación semejante. Pero también fue Colba, a partir de la interpretación que hicieron los colonizadores de los sonidos nativos, mientras este nuevo enclave pasaba a formar parte del reino de España durante varios siglos. En ese largo tiempo a la isla primero se le llamó Juana, en honor al príncipe Juan, hijo del rey Fernando de Aragón. En 1525 se le denominó Fernandina, un honor que se hiciera el rey a sí mismo. Incluso se llegó a nombrar Alpha y Fernandina del Puerto del Príncipe. Garcilaso de la Vega, en su libro La Florida del Inca, le da tres denominaciones distintas: Isla de Santiago de Cuba, Isla de Cuba e Isla de La Habana. Uno de los primeros historiadores de la isla, José Martín Félix de Arrate, citado por Antonio Núñez Jiménez, asegura que el archipiélago en algún momento fue igualmente denominado Isla de Santiago y del Ave María (Alexis Schlachter, La otra geografía).
A todo lo anterior se suma el hecho de que en algún momento La Habana fue territorio británico y, durante mucho tiempo, quizás demasiado, una parte de Guantánamo ha sido ocupada por los Estados Unidos en cumplimiento de un acuerdo sobre bases navales y carboneras que no solo comprendía una base sino a tres.
O sea, la isla de Cuba, la patria cubana, no siempre fue la misma, y todo indica que no lo será. Del mismo modo se difiere, y bastante, en la comprensión y alcance que sobre ella tienen sus ciudadanos acerca del ordenamiento que allí debe primar. Por lo que bien podríamos estar hablando del mismo territorio, la misma cultura, pero partiendo de consideraciones y valoraciones patrióticas diferentes y de creencias, sensibilidades e intereses diferentes. Ninguna sensibilidad es más o menos patriótica que la otra, pues el país y la patria solo se expresan a través de cada uno de nosotros. Esa idea y ese sentimiento pudieran tener una expresión colectiva, pero igualmente muchas otras a nivel grupal o individual.
Pretender acotar, estandarizar, oficializar e incluso judicializar la comprensión de ese espacio y ese sentimiento que es la patria sienta las bases para la aparición y desarrollo de los sistemas totalitarios, el fascismo y las demás represiones abiertas en nombre de un patriotismo hegemónico, exacerbado y extremo.
Al igual que la patria y los países, también son ficciones la libertad que describen las leyes y las propias leyes, Halloween y Semana Santa, el dinero y la moda, los deportes y iTunes, el noticiero de las ocho, los concursos y sanciones, la literatura y la historia, la belleza toda, los grados celsius, el matrimonio y las enciclopedias y, por supuesto, los idiomas, la democracia, el dólar y los derechos humanos. Inventos todos, como el bien, el mal y los valores sagrados. También los semáforos, los legos, la OTAN, los unicornios, los meridianos, el Norte y el Sur, la propiedad privada, los milímetros, Dios y la Caperucita roja, Alcohólicos Anónimos y la Bodeguita del Medio. En resumen, todos los símbolos son ficciones.
Todo eso se creo bajo imponderables iguales o muy parecidas: egoísmo, miedo, defensa de la individualidad y búsqueda de orden en los fenómenos sociales. Los símbolos promueven e imponen un orden. Existen en tanto crees en ellos, pero no somos (sólo) lo que creemos, sino, también, esa rara mezcla de átomos y células a las que un día les dio por ordenarse, pensar y recrearse a sí mismas sin que aún quede claro el propósito. O sea, somos lo que biológica y objetivamente somos y lo que subjetivamente imaginamos ser. Y un país y una patria son justamente eso: un territorio, al menos por ahora, pero también una abstracción, una subjetividad.
Se sabe que tu país y tu patria existen como realidad simbólica porque opera como un ente de esa intersubjetividad y porque hay muchas otras patrias que así lo confirman; o porque Juan, Mercedes y Pedro dieron su vida por el espacio soberano y jurídico que hoy se tiene; o porque simplemente hubo abuelos y abuelos de abuelos que se asentaron en tal lugar y poco a poco y con mucho esfuerzo fueron construyendo esa escalera familiar ocupada por los ciudadanos de hoy. Muy bien, pero nada de eso niega que estemos hablando de ficciones socialmente aceptadas y que, eventualmente, en veinte, cincuenta o doscientos años, se pueda gestar alguna otra verdad simbólica diferente o, también, quizás, que desaparezca y termine siendo la sumatoria de otras subjetividades o simplemente ninguna.