Quizás desde 1989 este haya sido el año en que más estatuas se hayan derribado en el mundo. En aquel entonces eran en Europa Oriental, las de Lenin, símbolo de un sistema opresivo traído de la ocupación extranjera. Ahora, sin embargo, caen estatuas que representan no a sistemas sociales concebidos desde teorías pretendidamente emancipatorias, sino se revuelven contra una tradición secular.
Comenzó con las estatuas de los generales y líderes confederados, pero se extendió pronto contra los símbolos de la colonización europea: Colon, fundamentalmente, pero también misioneros como Junípero Serra. Una estatua de Churchill en Londres fue vandalizada mientras que, en la lejana Nueva Zelanda, la levantada a James Cook, explorador de esa zona del Pacifico fue removida. Un cacique maorí con orgullo declaró a la prensa que habían sido sus antepasados, y no el explorador inglés, quienes habían descubierto el archipiélago. Claro, nadie le explicó al cacique que un descubrimiento no es tal cuando no se socializa, pero esto ya sería entrar en una discusión sobre los procedimientos de la ciencia, en este caso geográfica.
Ya en Cuba habíamos vivido cierta experiencia de lo que desde hace algunas décadas se había llamado descolonización. Se trataba de hacer el cambio, no solo de la metrópoli a la independencia, sino al componente simbólico del estatus neocolonial—de facto terminado en 1934 con la abolición de la Enmienda Platt. En 1959, esta no solo estuvo dirigida a los símbolos de la colonia, algo que tuvo ya un precedente al nombrar poblados y calles coloniales con el nombre de Martí con el inicio de la República. ¿No se llama así el Paseo del Prado al que nadie llama por su nombre oficial, establecido en 1902?
La pasión descolonizadora llevó a que calles como Carlos III se llamen Salvador Allende o Monserrate, Avenida de Bélgica, que el águila del monumento a las víctimas del Maine fuera removida o a la desaparición de la estatua al presidente Estrada Palma, por su responsabilidad-no precisamente absoluta-en la segunda intervención norteamericana. De igual forma, en una apartada geografía, al oriente de la isla, el antiguo poblado de Preston se rebautizó como Guatemala, quizás como forma de recordarle a la antigua United Fruit Co. el golpe contra Jacobo Árbenz en Guatemala. También durante estos años he sido testigo del ascenso y caída de estatuas como la de Johan Strauss, la de Kemal Attaturk o la de Francisco de Miranda, que aparentemente compensaba la caída de los símbolos colonizadores.
Pienso entonces en aquellas estatuas sobrevivientes en La Habana al frenesí descolonizador y que en Miami algunos emparentan ideológicamente con el que se vive ahora en los Estados Unidos, aunque me cuesta creer cuántos de los iconoclastas de este lado han leído a Franz Fanon, a Walter Mignolo, a Giulio Girardi o, aunque sea a Retamar.
En La Habana todavía permanece, aunque descolorido un busto a Rafael Montoro, ministro de Hacienda durante el muy breve gobierno autonómico, quizás el único político del periodo colonial del que todavía se conserva uno en un lugar público al menos. Pienso en la estatua en la calle Paseo casi llegando a Línea a Alejandro Rodríguez, general mambí, primer alcalde de La Habana, pero también fundador de la Guardia Rural. Esto último quizás explique la falta de cuidado a esta última. ¿Qué ocurre, sin embargo, con la estatua quizás de mayor tamaño hecha en tiempos del presidente Zayas a José de la Luz y Caballero? ¿Su visible deterioro es resultado de la desidia o falta de recursos – en un casco histórico que tiene hasta una estatua a la Madre Teresa de Calcuta? Que en Cuba a menudo se repiten los aforismos de Luz y Caballero con el abandono de este monumento. ¿Será por que el célebre pedagogo cubano escribió aquella carta al gobernador Tacón, en defensa de Saco, donde rechaza la independencia a partir de un argumento que pudiera ser considerado racista según los estándares de hoy?
Si según se está diciendo en medios digitales y canales de YouTube en Cuba, se está constituyendo una izquierda posmoderna, pudiéramos pensar en si el episodio iconoclasta de esta guerra cultural podría aplicar a Cuba, donde ya la descolonización fue al menos dos veces ensayada.