“Tengo mucho miedo con el virus…”, me dijo alguien a quien quiero, severamente angustiada, porque temía por sus padres y por el resto de su familia. Todavía era el mes de julio, pero yo había invertido suficientes horas estudiando los reportes sobre el COVID-19 y la respuesta de Trump como para compartir con ella la única respuesta honesta: “No puedes angustiarte. Lamentablemente, es probable que casi todos vayamos a contraer el virus. Es terrible, pero es la verdad”.
No había otra conclusión razonable luego de analizar la situación objetivamente, la resignación parecía ser el único recurso disponible. La respuesta del gobierno estadounidense había sido una mezcla entre “hicimos algo…” y “sálvese quien pueda”, todo con fines electorales.
No mucho después de esa conversación, dos de los principales ejecutivos del Centro de Control de Enfermedades Infecciosas de los Estados Unidos (CDC) afirmaron en alocuciones públicas, lo mejor que pudieron presentarlo, que el virus estaba fuera de control.
Personalmente, logré sortear el virus hasta el mes de noviembre. El primer test que me realicé con sospecha real de haberlo contraído, fue nada menos que el mismo día de las elecciones presidenciales, como si después de ser un crítico incansable de la gestión de la administración saliente, mi merecido regalo de despedida fuera la COVID-19.
¿Cómo contraje la enfermedad? Como mismo supuse que sucedería desde el primer día. La empresa para la que está empleada mi novia se negó a permitirle trabajar desde casa. Desde el primer día que se declaró la emergencia nacional hasta que ella resultó positiva al virus pasaron alrededor de cinco exámenes negativos; otras personas dentro de su propia oficina habían resultado contagiados.
Finalmente, se nos acabó la suerte y la persona que se encarga de la limpieza en las oficinas, al parecer, contrajo el virus a través de su hija, que trabaja ofreciendo servicios de salud. Tal y como sucede con quienes se encargan de la higiene, estas personas pueden moverse libremente por todas las áreas del edificio y, con ella, por supuesto, se trasladó el virus. Mis síntomas aparecieron el día después de que mi novia resultara positiva en su primer examen.
Ahora, que ya ella está enferma, en su empresa le han permitido realizar su trabajo desde casa.
Me cuesta trabajo pensar que existe un escenario con peores resultados económicos y humanos que aquel donde todo el país se contamina. Aunque la vacuna parece estar muy cerca de ser distribuida, lo cierto es que el crecimiento exponencial de los casos y los meses que aún tomaría una distribución nacional, aseguran cientos de miles de muertes adicionales.
El virus se originó en China y ha afectado a todos los países, de una u otra manera, pero Estados Unidos tenía los recursos, más que cualquier otra nación, para hacer frente a esta desgracia. El negacionismo científico y el interés estrecho de disminuir la percepción de riesgo, para que la gente creyera que nada sucedía y no atribuir el descalabro a la incapacidad del liderazgo federal, acabó conduciendo al país a un abismo humanitario como no había visto ninguna generación estadounidense viva en su propia tierra.
Los nuevos casos de COVID-19 en los Estados Unidos se han disparado a cifras récords. El día anterior a escribir este artículo, se habían reportado 187,400+ nuevos casos en el país.
La administración entrante ha estado reuniendo especialistas y formulando un plan nacional para enfrentar la crisis, pero la administración saliente, principal responsable de esta catástrofe, ni siquiera ha permitido la normal transición de poder. Con más de 250,000 muertos estadounidenses, el COVID-19 será el legado más recordado de la presidencia de Trump, donde han muerto más norteamericanos que en todas las guerras en las que participó el país después de la II Guerra Mundial.