Hay desaparecidos que ya no regresarán. Familiares que desaparecen entre paramédicos con mascarillas dentro de una ambulancia. Así se van. Les ha tocado a muchos estar al tanto del teléfono todos los días, sentarse en la mesa del comedor, notar la ausencia. ¿Llamará la doctora hoy? El diario del señor Fernández, por ejemplo, sentir la voz frágil de su esposa a quien no puede ver por estar hospitalizada a causa del COVID-19. Sentir la fatiga en la voz, la desesperación, la ansiedad, la incertidumbre, y no poder hacer nada. La muerte que se cuela a través de un auricular y llega hasta el pecho. Así es el fantasma de una noticia que aterroriza.
Mientras tanto, una multitud impaciente insiste en celebrar, cantar, bailar amontonados y sin mascarillas. Es la imagen opuesta: la muerte bailando encima de un ataúd; una comunidad irresponsable que vive entre nosotros, débil ante el aburrimiento y la introspección, entusiasta de la libertad individual por encima de todo. Una comunidad que quiebra el orden e ignora las recomendaciones de distanciamiento social, y violenta, a modo de histeria, los protocolos recomendados para mitigar el virus. Así ha ido creciendo el culto de esta comunidad, un culto que se venía formando desde hace años, el culto al individualismo, el culto de la superioridad, el culto del odio, para qué preocuparme por los demás, dicen, los demócratas no quieren trabajar, no quieren hacer nada, por qué quieren imponer este socialismo. Así va en aumento una multitud que propaga falacias y se proclama en defensa del caudillo.
Llegará el momento en que recordaremos a un presidente que hizo de la pandemia materia de campaña política y, en especial, la manera en que sus seguidores respondieron: con banderitas de apoyo a un discurso patriótico vacío. Llegará el momento en que recordaremos a un presidente que decía que el virus desaparecería sólo, que se evaporaría con el calor, que la enfermedad era un cuento chino o una conspiración más de los demócratas, un presidente que anunciaba que habrían como máximo 60,000 muertes, y que eso era bueno, un presidente que rechazó el uso de la mascarilla hasta el día en que se registraron más de 135,000 muertes. Para quitar el sueño, para rendirse, para no creer en nada, para volverse loco. Se escucha el mismo discurso de miedo y odio al que se aferran los dictadores para sobrevivir, para mantenerse relevantes, para sostener una base de seguidores fanáticos. Se escucha el eco de este discurso una y otra vez. En vivo. Todos los santos días.
Nuestro presente será un recuerdo nefasto. El epicentro que somos hoy en Miami es el epicentro que no se ve. Las marcas de múltiples mascarillas en la cara de una exhausta doctora Gómez, acurrucada en un sofá con los ojos cerrados, su único descanso de diez minutos en todo el día. Suena la descarga eléctrica de un desfibrilador en el pecho de un paciente para tratar de restaurar un ritmo cardíaco normal. La palabra plasma se oye unas doscientas cuarenta y cuatro veces al día en el Larkin Community Hospital. En una sala hay tres doctores encima de un paciente, uno aplica compresiones, otra sujeta la máquina de oxígeno, el tercero es un joven relevo para seguir las comprensiones. Un doctor se queja de ya no tener Remdesivir. Otro se preocupa por el aumento de doctores y enfermeros en cuarentena; se siente la ausencia. En otra sala son ocho humanos envueltos en mascarillas, batas, guantes y más equipos de protección personal, fantasmas de blanco, mientras que en cama, un tal Rodrigo ya no escucha las palabras, van a comenzar el proceso de entubación. Un viejito limpia el piso y merodea por uno de los pasillos centrales del Kendall Hospital y resuelve mantener un aire feliciano entre tanta angustia. Hospitales sin fondos, pero no en quiebra. Doctores en residencia con más de un cuarto de millón de dólares en deuda, resoplan, y regresan a la misma sala de emergencia, todos los santos días. Se ha hecho una petición al presidente para que perdone los préstamos estudiantiles. ¿Algún complemento salarial por peligrosidad? Nada.
Suena el teléfono y responde el señor Fernández. La voz de una doctora joven le saluda, por suerte es hispana. Le habla en español y, al parecer, va al grano. Fernández lleva dos días preparándose para lo peor. Primero le confirma la inflamación de su esposa debido a los altos niveles de proteína C-reactiva, le comunica que se han reducido los niveles de linfocitos, lo cual puede indicar que se esté produciendo una linfopenia, preocupan mucho los altos niveles de ferritina, esto indica que la situación es grave. La doctora siguió con otros indicadores que no llegó a entender bien y, de repente, Fernández pudo escuchar algo más, los niveles de troponina se seguirán monitoreando para prevenir una disfunción cardíaca. Le promete hacerle una llamada diaria y pasarle a su esposa por el auricular. De ahí en adelante sólo recordó tres palabras más: severidad y ten calma.
Fernández, de 59 años de edad, residente de Hialeah, recordó la voz de su hija, recordó la más reciente conversación y las recomendaciones de su hija, doctora cubana que a su vez también trató pacientes de COVID-19 en Nueva York, papi, mídanse con el oxímetro todos los días, si tienes menos de 92, tienes que prepararte para que la lleven al hospital, pero, qué quiere decir eso, mija, que le ha bajado mucho el oxígeno y es mejor que esté en el hospital para que la monitoreen antes de que tenga una inflamación severa, está bien mi amor, tú me puedes escribir esto por WhatsApp antes que se me olvide, sí claro, te lo estoy escribiendo ahora. ¿Tú tienes algún síntoma? No, yo no, con los achaques que conoces, pero no tengo falta de aire ni nada, ¿y qué está haciendo mami ahora?, viendo la tele, dice que tiene un poco de fatiga.
Los nietos empiezan a llamar al abuelo con más frecuencia. Las amistades también. Fernández se distrae con las llamadas en las tardes. Muchos se preguntan, ¿por qué seguimos con tantos casos, cuando otros países han logrado contener el virus?
Lo difícil es que nos vamos sintiendo cada vez más solos, ensimismados en un plato de arroz con frijoles, las caminatas para mantener la cordura, los ruegos, los miedos, la culpa, en los momentos en que se finge dormir profundamente, en las compresiones hasta que no se puede hacer nada más, en la mesa del comedor, en la espera de otra llamada, en los noticieros hablando de contenedores de muertos, en los momentos en que uno no creía en nada de esto, en el comienzo de esta barbarie, cuando todo parecía un mal lejano y la gente se compartía las imágenes de italianos cantando felices desde sus balcones, en la vida compartida, en los recuerdos bobos y en los más tiernos.