Que (no) es el Socialismo Democrático

No se puede pontificar sobre un socialismo sin apellidos, ocultando la disputa entre regímenes políticos plurales, con economía mixta y Estado social de Derecho -el modelo socialdemócrata- y tiranías de partido único, economía estatizada y Estado policial -el modelo comunista- sostenida a través de un siglo.

 

Los debates políticos y mediáticos han recuperado, en los últimos tiempos, la noción de socialismo democrático. En EUA el término se convierte en estandarte para la afirmación y descalificación de agendas, dentro de la presente campaña presidencial. Los conservadores insisten allí que socialismo y comunismo son la misma cosa. Los autodenominados socialistas democráticos de ese país no procesan bien el legado totalitario que les asedia. Mal por ambos.

Hay una historia que revisar. La idea de socialismo fue bandera de luchas por jornadas justas de trabajo, derecho popular al sufragio y protección a los desamparados, a lo largo del siglo XIX. Durante el XX, los socialdemócratas enfrentaron a los comunistas por la dictadura de partido y la economía estatizada que estos proponían. Notables mártires del totalitarismo -como la parlamentaria checa Milada Horákova- eran consecuentes socialistas, simultáneamente preocupados por los derechos sociales y las libertades políticas. Los laboristas ingleses construyeron el Welfare State mientras tomaban partido por Occidente en
la Guerra Fría. Michael Harrington denunció simultáneamente, dentro de las filas de la izquierda norteamericana, las amenazas del Macarthismo y el Estalinismo.

A nivel teórico, las diferencias están claras. Desde las disputas tempranas en el seno del movimiento obrero, los socialdemócratas desarrollaron una línea de pensamiento según la cual las contradicciones intrínsecas del capitalismo motivan la organización autónoma de los trabajadores ante la explotación burguesa. Pero ninguno apostó a depositar en manos de un poder total la economía, la cultura y la política. El cisma planteado por Lenin, con su vanguardismo autoritario, marcó la línea que separa al comunismo, en tanto pariente caníbal, del socialismo. Abunda la bibliografía que, desde posiciones diversas -cómo las de Tony
Judt, Geoff Eley, David Priestland y Fernando Pedrosa- explican estas diferencias en el seno de las izquierdas.

Recientemente, Branko Milanovic ha explicado cómo el capitalismo devino el modo de organizar la producción, distribución y consumo de bienes y servicios, a escala global. Señalando las distintas modalidades de dicho sistema, que abarcan el modelo clásico – premonopolista y librecambista- pasando por el socialdemócrata, el liberal meritocrático y el político autoritario. No disponemos hoy -amén de experimentos aislados de producción comunitaria o redes globales de comercio justo- de otro modo de satisfacer las necesidades de la humanidad. Otra cosa muy distinta es suponer que sus formas actualmente dominantes -la liberal occcidental y la autoritaria china- no necesiten reformas audaces, que mitiguen sus peores efectos sobre la desigualdad y desprotección sociales.

Dentro de la tradición socialdemócrata han convivido las apuestas por: a) un sector propiedad estatal, orientado a mantener el control de activos nacionales estratégicos y la provisión de bienes y servicios públicos, b) mecanismos de cogestión obrero-patronal, que empoderen a los trabajadores y les conviertan en socios directos de la empresa y c) el uso de la legislación y el presupuesto público para objetivos sociales sin tocar la propiedad y gestión de las unidades productivas. Ninguna de esas fórmulas, que coinciden en una mayor incidencia estatal y participación social reguladoras -no supresoras- de las lógicas de mercado, es comunista.

Cuando se insiste en que toda acción del Estado es “comunismo”, se “ignora” que sólo sus intervenciones han salvado al capitalismo en las crisis provocadas por las malas decisiones de grandes corporaciones y las fallas de mercado. La distopía del Mercado total -erigida sobre la promesa de una libertad sin frenos- acrecienta la desigualdad entre naciones y clases
generando oligarquización. La pesadilla del Estado total -construida en nombre de la felicidad del pueblo- aniquila cualquier noción de persona libre y comunidad justa.

No se puede pontificar sobre un socialismo sin apellidos, ocultando la disputa entre regímenes políticos plurales, con economía mixta y Estado social de Derecho -el modelo socialdemócrata- y tiranías de partido único, economía estatizada y Estado policial -el modelo comunista- sostenida a través de un siglo. El mejor modo de superar esa falta disyuntiva es revisar los fundamentos y propuestas prácticas de la propuesta que combina, al decir de Tony Judt, “la aceptación del capitalismo -y de la democracia parlamentaria- como marco en que se atenderían los intereses de amplios sectores de la población que hasta entonces habían sido ignorados”. Un programa de política pública, que defienda la acción colectiva para el bien común, sin menoscabo de la libertad personal. Eso -y no otra cosa- es el socialismo democrático.

 

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