Un vegetariano cubano enamorado de los chicharrones

Parte II de la serie Regresar a Miami

Hace tres años que intento ser vegetariano. No tomé la decisión por pena con los cerditos, ni con las vaquitas, ni por las especies que hemos extinguido para llenarnos la panza, subirnos el colesterol y terminar con paros cardíacos. Lo hice por quienes vamos quedando atrás y tenemos que lidiar con las altas temperaturas que industrias como la ganadería nos dejan gracias a sus emisiones de CO2. Y cuando hablo de altas temperaturas, hablo del deshielo y de la inminente elevación de los océanos que afecta a ciudades como Miami, en la cual cientos de millones de dólares ya han sido invertidos en bombas para sacar el agua y en construir calles sobre el nivel del mar, en la cual el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos planea gastarse 4.6 billones de dólares para construir un muro para prevenir inundaciones.

En Nueva York, donde vivía antes de la pandemia, nadie te mira raro si le dices que no comes carne porque estás tratando de tener una vida más sostenible. Las noticias sobre el cambio climático están ya en el subconsciente de la mayoría. Por ejemplo, se sabe que la empresa de inversiones más grande del mundo, BlackRock, anunció que no va a poner dinero en bienes que puedan ser impactados por el deterioro medioambiental. Pero Miami es otra historia.

Hace unas semanas llegué a casa de un amigo mientras limpiaba su patio, en una mano tenía una manguera de la cual salía el chorro de agua a todo meter, y en la otra tenía un traguito que se tomaba con toda su pasta. Le pedí que economizara el agua, me dijo que aquí agua era lo que sobraba, que mirara los Everglades. Me enfurecí, le grité que la mitad de los Everglades ya los habíamos secado, que el agua de Miami no viene de ahí, sino de acuíferos y lagos que se alimentaban del Okeechobee, que está rodeado de diques y canales que dan al mar construidos por humanos para secarlo. En Miami casi nadie quiere enterarse que el pantano, que apenas tiene unos dos o tres pies de profundidad, se está llenando de agua salada, y que a cada rato se seca y coge candela. Las noticias locales no hacen eco de esto, como tampoco hacen eco de que, decenas de veces al año, Miami Beach se inunda en días perfectamente soleados. Esta actitud de ignorar la crisis me hace quedar en ridículo ante muchos cuando digo que soy vegetariano.

Para añadir a mi desesperación, mi esposa y yo estamos pasando la pandemia en casa de mis padres, carnívoros cubanos comprometidos con desquitarse de toda la carne que no comieron en Cuba, a pesar de que hace veintiún años nos fuimos. Y, para rematar, en el mes de julio, mis suegros, también cubanos traumatizados, valga la redundancia, vinieron a pasarse cuatro semanas con nosotros. Las costillitas de cerdo, los churrascos asados, el pollo frito y los panes con chorizo flotaban de la cocina a la sala, de la sala al comedor, del comedor al patio; el éter estaba enmarañado de olor a manteca.

Después de dos semanas conviviendo con ellos y con la carne me revelé. Era domingo y dije que no rotundamente a todo plan familiar. Me proyecté inamovible, no me importó que les cayera mal ni que pensaran que era un antipático. Desde la puerta de la casa vi los tres carros partir en direcciones opuestas. Me quedé solo, hice té literario, Earl Gray, prendí un tabaco y me puse a leer la novela Un hombre enamorado, de Karl Ove Knausgård.

En seguida me acordé de que el libro era un batido de tuercas y se me quitó un poco el entusiasmo por mi soledad. Knausgård se queja de todo, es indulgente, arremete todo el tiempo contra su propia mediocridad cotidiana, le caen mal los vegetarianos, le cae mal que su hija interrumpa su lectura de Dostoievski, a quien prefiere sobre a Tolstoi, está constantemente insatisfecho de sus interacciones sociales, todo le parece insuficiente. Sentí que mi insatisfacción se estaba pareciendo demasiado a la del Noruego.

A las tres de la tarde regresaron mi madre y mi abuela con una bolsa llena de chicharrones de El Palacio De Los Jugos. Me ofrecieron un plato con unos cuantos y me molesté, les dije que ya me había preparado una ensaladita, les recordé por enésima vez que estaba tratando de ser vegetariano, me puse los audífonos y seguí leyendo.

Un rato después, regresaron mi esposa y mis suegros. Los saludos me distrajeron de la lectura una segunda vez y eso me irritó. Mi madre me ofreció otro chicharrón, me lo puso a dos centímetros de la nariz, le dije que ya le había dejado claro que no quería chicharrones y me respondió que esos estaban calienticos, eran nuevos, mis suegros los acababan de traer; ahora teníamos dos bolsas de chicharrones. Le volví a decir que no quería y contuve mi rabia.

Me encerré en el cuarto y me eché en la cama a leer. Se hizo de noche y escuché a través de la puerta que mi padre había regresado, toda la familia soltaba carcajadas, se estaban divirtiendo muchísimo, a lo cubano, es decir, de una manera que le dejara claro al resto del mundo que ellos eran los más divertidos.

Salí del cuarto y ahí había, sobre el mostrador, una tercera bolsa de chicharrones. Mi padre, ignorante al hecho de que ya estábamos bien surtidos de chicharrones, había traído más. Todos mordisqueaban y reían, no pude esconder mi enfado. ¡Ya nos vio!, dijo alguien. Se burlaban de mí. Les dije que ahora tenían demasiados chicharrones, que se iban a echar a perder. Relájate muchacho, todo eso se come, me dijo mi madre sabiamente.

Di la espalda y me volví a encerrar en el cuarto a leer.

Unas horas después todos se pusieron a ver una película. Ya estaba harto de mi soledad y seguía cargándome de la depresión, la petulancia y la autoflagelación de Knausgård. Repasé uno de sus mejores pasajes; cuando se enamoró de Linda, su esposa, y ella no le correspondió, él optó por cortarse la cara con vidrios, no dejó un pedazo de su rostro sin lacerar. Lo hizo metódicamente frente a un espejo. Luego salió del cuarto enchumbado en sangre, como si nada hubiese pasado, y se marchó pasando por la sala, donde Linda y otros colegas compartían.

Entonces hice mi Knausgårdiada tropical. Salí de mi cuarto y me acerqué a los chicharrones que estaban sobre el mostrador, miré a mi alrededor, toda la familia estaba entretenida mirando el televisor, cuidé que nadie me viese y me metí tres trozos seguidos en la boca. También me comí unos gorditos que estaban en otro plato, probablemente rechazados por alguien. Sentí el crujir de la carne tostada con la suavidad de la manteca y disfruté cada segundo. Me entregué como un esclavo al aroma y al aceite animal. Toda mi sangre caribeña ardió con la grasa de los chicharrones, me sentí arraigado.

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